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Paseo nocturno con el Porsche 718 Spyder

Paseo nocturno con el Porsche 718 Spyder

El aumento de sensaciones que experimentas en el Porsche 718 Spyder descapotable no se limita a las horas de sol, como demuestra una ruta nocturna bajo un cielo estrellado.

Si la soledad es un lujo en este abarrotado planeta, entonces ahora mismo debo ser una de las personas más afortunadas del mundo. Más de sesenta millones de personas viven en Reino Unido, y no estoy cerca de ninguna de ellas. Este distanciamiento de la humanidad, y de la contaminación lumínica asociada, hace que esta zona de Northumberland, al norte de Inglaterra, sea un paraíso para contemplar estrellas. Al mirar al cielo, más y más pequeños puntos de luz aparecen cada segundo, a medida que mis ojos se habitúan a la oscuridad.

Tengo una sensación abrumadora, parecida al vértigo, sobre la enormidad del universo y mi propia insignificancia en este lugar. Orión, una de las pocas constelaciones que puedo divisar, está flanqueada por sus perros, el mayor y el menor. He leído recientemente que algunas estrellas del cinturón de Orión están casi tan lejos entre ellas como lo están de la Tierra. La mente (al menos la mía) se atora intentando concebir este tipo de cosas. Me doy cuenta de que me invade una curiosa sensación de terror y consuelo al mismo tiempo.

Tras unos minutos contemplando las estrellas, mi cuello empieza a agarrotarse, así que bajo la mirada a mi entorno más inmediato. El aire es helador. Aunque estoy embutido en mi abrigo, cada vez que tomo aire por la nariz se me avivan los sentidos. Con mi vista prácticamente inutilizada por la oscuridad, mi sentido del oído parece cobrar importancia, pero un absoluto silencio invade el gélido y pacífico bosque. Esta sosegada noche sólo se ve perturbada por un esporádico ‘ting’. El sonido del metal del Spyder, que todavía está enfriándose.

Me recorre un escalofrío, y es momento de ponerse en marcha de nuevo. Con esta pintura de color blanco, el 718 parece una especie de fantasma en medio del bosque de Kielder, pero uno amigable, al estilo Casper. Al dejarme caer en el asiento baquet, siento una reconfortante sensación de seguridad. Si giras la llave un par de pasos, los relojes aportan algo de luz en la oscuridad, principalmente luz blanca, aunque hay algo de rojo entre el ocho y el nueve del cuentavueltas, y también en la esfera del paquete Sport Chrono, en el centro del salpicadero. La pantalla principal la tengo apagada, porque soy consciente de a dónde voy y no quiero que haya más luz artificial de la estrictamente necesaria.

Cuando giro la llave otro paso más, el motor cobra vida, con sus 4 litros de cilindrada sonando y perturbando esta pacífica noche. Sin embargo, aunque sea ruidoso, el motor bóxer al ralentí tiene un entrecortado y meloso tono que no rompe la tranquilidad, sino que la disipa cuidadosamente. A la altura del sonido del motor está el tacto suave y cálido de la Alcantara que toca tus manos al sujetar el volante y al engranar la primera velocidad.

Es hora de poner rumbo hacia la frontera con Escocia. A medida que pasan los kilómetros, me doy cuenta de que no se me ocurre otro coche nuevo en el que preferiría estar. Como ya sabrás, el 718 Cayman GT4 ganó el Coche del Año en 2019. Y, aunque digno ganador, creo que su hermano descapotable, el 718 Spyder, es incluso mejor. Si bien el GT4 anterior (981) tenía un chasis más sofisticado que el Spyder equivalente, esta vez no hay flaquezas en la suspensión de la variante con techo de lona. Como resultado, tienes la fantástica puesta a punto del departamento GT de Porsche, pero con la posibilidad de quitar la capota, dejar entrar el sonido y sumergirte en todavía más sensaciones que en el GT4.

Sin duda, para un paseo como este resulta una gran ventaja el poder tener sobre tu cabeza la versión natural del techo estrellado de Rolls-Royce. Incluso cuando las nubes cubren los cuerpos celestes, sigue siendo algo genial el poder escuchar el ir y venir del aullido del bóxer atmosférico de seis cilindros, con 420 CV, en función del entorno. Con árboles por todas partes, el eco es como el de un concierto íntimo en un bar, pero en un páramo, es más bien como el asiento más barato de una actuación en un estadio.

Por supuesto, el paisaje apenas se ve, incluso en una noche despejada como esta. Puede que percibas la oscura silueta de las colinas, sientas un ligero calor en las zonas con árboles, o incluso veas la brillante superficie plateada de un lago pero, en general, los faros hacen que centres la atención en la estrecha vista que te precede. Te concentras en un pequeño túnel de luz, ya que los faros, aunque son buenos, sólo aportan un mínimo de información sobre lo que tienes por delante. A pesar de que durante el día puedes usar referencias para hacerte una idea del rumbo que va a tomar la carretera, de noche hay que tener más cautela. El punto de fuga lo es todo. Y, aunque la oscuridad reduce la velocidad drásticamente, también multiplica su sensación, así que cada kilómetro por hora cuenta más por la noche.

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De niño tenía bastante miedo a la oscuridad, aunque no si estaba acompañado. Incluso si la otra persona estaba también asustada, su mera presencia me envalentonaba en cierto modo. Por curioso que pueda sonar, conducir el Spyder supone no sentirte solo. Tal es la amigable y comunicativa naturaleza del coche que, como les ocurre a los mejores, se percibe como un compañero de viaje en lugar de un simple medio de transporte.

Mientras asciendo por un tramo de carretera que he conducido numerosas veces en los últimos años, giro en una curva de derechas a un ritmo normal y siento cómo la trasera empieza inmediatamente a deslizar. Baja temperatura, una nueva textura de asfalto… sea cual sea la razón, las ruedas posteriores están tomando una trayectoria más larga en la curva que las delanteras. Esto suele ser delicado en la oscuridad, porque necesitas girar en una dirección diferente a la que están iluminando tus faros. En otras palabras: puedes llevarte un buen susto.

Pero no en el Spyder. Al igual que en un soleado día de verano, con neumáticos y asfalto calientes, este coche parece ofrecerte un gran lujo: tiempo. No hay necesidad de ponerse nervioso o dar un volantazo, ya que las cosas parecen ocurrir en una gloriosamente progresiva cámara lenta. Y lo que es aún mejor, todo resulta intuitivo, como una armoniosa extensión de tus propios movimientos. Acabas haciendo la cantidad necesaria de contravolante con la misma intuición que te permite saber cómo de hondo debes respirar. Es una sensación parecida a cuando tienes un arnés aferrándote tan fuerte a un asiento que te sientes fusionado con los movimientos del chasis. La diferencia es que, en el Spyder, esta sensación de unión innata con las inercias del coche la tienes estando sujeto con la misma presión que hace cualquier otro cinturón de seguridad convencional.

Una parte importante de la progresiva calma del Spyder debe provenir de los neumáticos. Es la primera vez que pruebo los Dunlop Sport Maxx Race 2, la alternativa de serie a los Michelin Pilot Sport Cup 2, y me atrevería a decir que con bajas temperaturas, o sobre mojado, en los Dunlop se aprecia menor adherencia que en las gomas francesas, pero pierden agarre con sutileza y, tanto si agarran como si deslizan, transmiten una buena sensación de conexión con la superficie. Este margen en torno a la pérdida de adherencia de los neumáticos es, obviamente, crucial, pero con los Dunlop es bastante amplio.

Esto significa que en un buen tramo de carretera puedes tomarte ciertas libertades a la hora de dictar los movimientos del Spyder en una sucesión de curvas. Apoyándote lo justo en el hombro de los neumáticos, manteniendo el equilibrio, forzando el eje delantero y permitiendo que el tren trasero redondee la curva, ya sea por inercia o mediante acelerador, o bien por las dos cosas. Al cabo de un rato te das cuenta de que el Spyder se comporta casi como un 911. La forma en la que tiendes a dejar que las ruedas delanteras deslicen un poco en la entrada de la curva es bastante ‘nueveonce’. Y es una sensación genial la de llevar el frontal casi al límite de adherencia, sabiendo que puedes hacer deslizar la zaga cuando quieras. Todo lo que necesitas hacer es levantar el pie del acelerador, para que el tren delantero agarre y la trasera se descargue. No tienes esa percepción de péndulo de un coche con motor trasero, pero esto hace que la fase de transferencia de masas sea un poco más corta y que el equilibrio general sea más fácil de controlar. Como he dicho, es un buen compañero de viaje.

Cruzamos a Escocia para afrontar unos cuantos tramos conocidos más, o que al menos nos resultarían familiares si fuera de día. Incluso iluminada por la blanca y brillante luz de los faros led, la carretera parece distinta. Reconoces algunas zonas, pero a veces lo haces en el último momento. La distancia entre curvas parece chocantemente corta. Los baches y rasantes se exageran debido a la sombra proyectada por los faros. Esporádicamente se iluminan un par de ojos; dos pequeños reflejos unidos a un cuerpo que no logro identificar. En la cima de un puente, el paisaje que hay por delante se oscurece momentáneamente, debido a la inclinación del haz de luz. De vez en cuando, la forma en que la luz ilumina el arcén en algunas curvas te hace pensar que viene un coche, cuando no es así.

Todo suma para hacerte dudar, una y otra vez. Al principio puede resultar frustrante, aunque en el Spyder es una buena excusa para practicar con la impecable y agradable caja manual de seis marchas. Poco a poco empiezas a leer la carretera de una forma nueva, entendiendo la manera en que la luz unidireccional cae sobre los diferentes asfaltos, apreciando las líneas blancas allá donde las hay, y valiéndote de los reflejos en las señales o en los hitos de los márgenes de la calzada. Todo esto dibuja un escenario diferente pero fascinante, con el que puedes sobrellevar la noche y ganar algo de soltura en una carretera conocida.

Estar de nuevo en Kielder por la noche es algo que me hace sentir escalofríos por la espalda, sin importar la temperatura. ¿La razón? Pues que, en 2007, este famoso bosque fue el lugar de mis primeros kilómetros en el Campeonato Británico de Rally, y aquellos trascendentales tramos siguen siendo los momentos más aterradores que haya vivido en un coche. Era el Pirelli Rally y, saliendo en los últimos puestos de la parrilla en un Suzuki Swift ligeramente modificado, me sentí totalmente a la deriva, mientras recorríamos a toda pastilla aquellos agrestes cortafuegos.

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Las profundas roderas excavadas por los coches de tracción a las cuatro ruedas precedentes, hicieron que casi todo el tiempo pareciera que estábamos surfeando sobre la protección de bajos del Swift, sin que la dirección tuviera mucho efecto. El problema era que si el coche escalaba aquellas abismales roderas, la cantidad de grava suelta creaba una sensación como de movernos sobre hielo. Este tipo de superficie nos escupía rápidamente hacia las hondas cunetas que flanquean las pistas forestales, y la escasa potencia del Suzuki se peleaba por arañar la superficie en un frenético esfuerzo por evitar que acabáramos en las profundidades.

El módulo de luces auxiliares del coche conseguía un aspecto genial (como todos), pero los focos eran un poco bizcos, por decirlo suavemente, y la poca iluminación que proyectaban sobre el tramo parecía perderse en la inmensidad del bosque, en lugar de reflejarse de vuelta. Para complicar aún más las cosas, de vez en cuando saltaba el flash de la cámara de algún fotógrafo escondido entre los árboles, dejándome ciego como un topo durante unos instantes.

Nunca he sentido que tenía un menor control de un vehículo como en aquellas tres etapas nocturnas. Siempre parecía que el accidente estaba a la vuelta de la esquina. A pesar de todo lo que tuve que hacer para conseguir mi meta de participar en el Campeonato Británico de Rally, aquella noche llegué a plantearme el bajarme del coche y perderme andando por el bosque.

Por supuesto, el resto de la temporada, y de hecho incluso el día siguiente, demostrarían que esto del rally era justo lo que esperaba, pero esos kilómetros en el maldito Kielder me han perseguido desde entonces. Por tanto, este paseo, aunque en asfalto en lugar de sobre tierra, y en un coche muy diferente al Swift, es una especie de catarsis. Es agradable que el recuerdo de conducir aquí se convierta de pesadilla a sueño.

Las horas y los kilómetros pasan, a medida que voy explorando más allá. El tráfico sigue siendo muy escaso. Parece como si me hubiera colado en un colegio fuera de horas lectivas, o en cualquier tienda u oficina cuando todo el mundo se ha ido a casa a dormir. Es como un gran recreo after-hours, excepto porque no hay que saltar ninguna valla ni evitar a ningún guardia de seguridad. Parece la auténtica libertad. Si no hubiera cruzado ya de nuevo la frontera de Inglaterra, a estas alturas podría haber sacado a mi Mel Gibson interior, y pegado un alarido al estilo Braveheart, ya que nadie me habría oído.

Finalmente, salgo del bosque y llego a un pequeño pueblo, en el que los edificios parecen acurrucarse en la oscuridad. Me aseguro de que el escape esté en su modo más silencioso, y disfruto el ronco sonido cuando el motor bóxer se queda en tres cilindros al acelerar muy poco. Hay un par de farolas y se me hace extraño pasar por estas piscinas de brillante luz artificial, tras la densa oscuridad de la campiña. Incluso fuera de la propia iluminación de las farolas, es increíble como la luz se refleja en los muros, las ventanas y el resto de cosas fabricadas por el hombre. Una luz parpadea detrás de unas cortinas. ¿Un madrugón para el turno de mañana? ¿Un bebé que necesita atención? Quizá una persistente vegija. De repente se hace raro saber que hay más vida humana a estas horas, aunque sea somnolienta.

Una rotonda vacía. Tentadora. Y entonces me tengo que parar en un semáforo. El Start/Stop entra en acción y espero en silencio a que me bañe una luz verde, mientras miro al fantástico firmamento una vez más. Orión sigue ahí, y en algún lugar hay un «escorpión» persiguiéndole.

‘Ting’. Las luces se ponen verdes, pero no hay nadie detrás para pitarme, así que me tomo unos segundos mientras sigo mirando las estrellas desde el Spyder.

Si quieres una aventura, no tienes que irte al extranjero, ni tampoco muy lejos de casa. Ni siquiera necesitas un 718 Spyder. La noche es gratuita y está disponible para todo el mundo. Y merece la pena explorarla.

El motor 4.0 del Spyder parte del 3.0 del 911 Carrera, pero con un litro más de cilindrada y desprovisto de la turboalimentación (su denominación interna es MA223 NA).

Emplea bloque y culatas de aluminio e inyectores piezoeléctricos, que inyectan combustible a un máximo de 200 bares y que, además de favorecer el rendimiento puro, reducen la acumulación de hollín en las cámaras de combustión (el corte de inyección se sitúa en 8.000 rpm). Asimismo, cuenta con el más tradicional sistema de distribución variable VarioCam y con colectores de admisión de doble entrada.

También tiene un sistema de desconexión de cilindros para mejorar la eficiencia. Entre 1.600 y 2.500 rpm y bajo una demanda de par de no más de 100 Nm, desconecta la inyección de una de las dos bancadas. Y, en caso de carga constante de acelerador, alterna la inyección entre una y otra cada 20 segundos.

Ficha tecnica. Porsche 718 Spyder

  • Motor: 6 cilindros bóxer, 3.995 cc
  • Potencia: 420 CV a 7.600 rpm
  • Par: 420 Nm a 5.000-6.800 rpm
  • Peso: 1.420 kg
  • Relación peso-potencia: 3,38 kg/CV
  • 0-100 km/h: 4,4seg.
  • Vel. máx.: 301 km/h
  • Precio: desde 107.612 euros

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