Puede que creas que el último Dodge Charger puede ser la oveja negra de la familia, por el solo hecho de ser eléctrico. Pero mucho antes, existió una generación disruptiva que rompió todo lo que se supone, debería de ser este muscle car.
El Charger apareció en 1966, y durante las tres primeras generaciones se consagró como uno de los muscle cars favoritos del mercado. Sin embargo, tal y como todos los miembros de su especie, la crisis del petróleo de 1973 impactó negativamente a este vehículo que de 1975 a 1978, periodo de vida de la cuarta generación, se transformó en un armatoste de lujo que se olvidó de la deportividad.
Debajo del cofre, no había un V8, es más, ni siquiera había cabida para V6 y es que se recurría a un cuatro cilindros SOHC de 2.2 litros con 84 caballos de fuerza. Si así, como lees, Dodge había creado un Charger, de tracción delantera con un L4 con menos de 100 caballos ¡un sacrilegio! … que era bastante común en los ochentas.
Obviamente, al estar firmada por Shelby, presumía una estética diferenciada con franjas, un body kit, rines deportivos y un sistema de escape de alto rendimiento que emitía un sonido más agresivo. Todo acorde a las tendencias de los ochentas.
Sin embargo, la joya se la corona se presentó en 1987, cuando el Shelby Charger GLHS interrumpió en la escena. La principal característica era que el motor había sido potenciado hasta los 175 hp y 175 lb-pie, al mismo tiempo que solo podía hacer juego con una transmisión manual de cinco velocidades Getrag A555. Solo se construyeron mil unidades.
Este auto sería sustituido por el Dodge Shadow, el cual aprovechó mucha de su tecnología para dar vida a las legendarias versiones GTS, así como al icónico Shelby CSX, pero esa es otra historia.