Malditas máquinas
El auto nuevo que motivó el trámite vino con mejoras tecnológicas. Por supuesto, dirección asistida, caja de cambios automática y, novedad, sensor de colisión y botón para velocidad crucero.
Me juré que no iba a superar las velocidades máximas nunca más en la vida (por las multas, por los puntos). Prácticamente no manejo en la ciudad sino solo en autopistas. De todos modos no es fácil controlarse, porque las cámaras están instaladas exactamente en los puntos en que las velocidades cambian, de 130 a 110 o de 100 a 80 o de 80 a 60 (la razón de los cambios es conocida: se nos incluye en la misma clase del tarado que manejó borracho y se estrelló en aquella curva).
Las leyes de tránsito no están hechas ya para los seres humanos sino para las máquinas, que las cumplen con gran eficiencia. Solo aportamos al movimiento mecánico lo que la máquina todavía no sabe hacer por sí misma (percibir, decidir: entendí el sesgo del curso que había tomado).
Manejar (que para mí siempre fue una experiencia ligada al placer y a la aventura) ahora me aburre y me hiere con una eficiencia que anuncia mi inminente inutilidad. Soy un suplemento de una máquina que dentro de poco tendrá sus propios sueños, en los que yo seré un pasajero inerte, para mayor goce del Estado.